Se encuentra en un mundo lejos de todo, inalcanzable, donde los días y las noches se suceden una tras otra sobre un infinito bosque.
Pero hubo un tiempo, al comienzo de todo, en el que ese bosque era un desierto y del reflejo del amor imposible entre el Sol y la Luna un diminuto grano cobró vida, convirtiéndose en Anera, una diminuta criatura con forma humana que lloró interminablemente sin que nadie pudiese acunarla, creando bajo el desierto un lago cristalino infinito. La niña creció y creció, dejando su cabello crecer, soñando con alcanzar la Luna y tocar el Sol. Entre sus dedos rodeó un grano de arena y le susurró su deseo, poder alcanzarlo todo. Esa noche la niña cerró los ojos y la última lágrima se coló entre sus manos.
A la mañana siguiente un diminuto tallo verde asomaba junto a la nariz de la pequeña. Sin agua que alimentase el tallo, Anera lloró de felicidad hasta que el Sol secó sus ojos. Y el árbol creció y creció hasta convertirse en Zíar, el árbol que rozaba las nubes. Y cuanto más crecía, más llovía y pronto sus semillas volaron llevadas por el viento a través del desierto.
Cuando Anera trepó hasta su copa y vio al Sol y vio a la Luna, supo cuál era su cometido, porque cada hoja de Zíar tenía escrito su pasado y oía una voz que la llamaba desde sus raíces. Con cuidado descendió a través de ellas, traspasando la arena del desierto y llegando hasta el gran lago, en el que las raíces de Zíar se sumergían, formando una única isla en la oscuridad, una oscuridad brillante por las más recientes lágrimas de Anera. Ella había creado todo eso y tenía que protegerlo, cuidarlo. Ascendió de nuevo al bosque y arrancó todas y cada una de las hojas de Zíar, y con ellas se hizo un vestido para guardar todo el conocimiento del tiempo con ella.
Desde entonces, día a día, pasea entre los árboles, cada uno diferente, único. Cuida su semilla y llora su muerte en el lago. Porque con cada nuevo árbol, una nueva raíz alcanza el lago y nuevas imágenes de una nueva vida, de un nuevo ser, se proyectan en el agua. Y estas imágenes ascienden hasta las hojas del árbol donde quedan impresas como el presente y conservadas como el pasado. El vestido de Anera no amarillea ni pierde hojas en otoño, pero el resto del bosque puede enfermar, algunos vientos arrastran las hojas más débiles perdiéndose en el olvido. Pero Anera siempre permanecerá allí, en el bosque, testigo de todo lo inalcanzable, como un espíritu errante llamado tiempo.
Relato ganador del concurso Tagus y uno de mis relatos propios favoritos, a esperas de inspiración para hacerle una secuencia de dibujos.