Ahora que ya puedo decir que he dedicado mi primer año a la enseñanza, reglada y no reglada, creo que puedo detenerme un poco a reflexionar sobre ello.
Ya desde antes de terminar la carrera sabía que estar al frente de una clase con niños es lo que más me llena en esta vida, no encuentro las palabras necesarias para describirlo tal y como lo siento. Y con esta sabiduría pensé que dando clases extraescolares el sentimiento sería parecido.
Pero la realidad quedó lejos de la lógica, lo he pasado bien, por supuesto, y he aprendido un montón de las extraescolares en las que he participado (la mayoría enfocadas a la robótica y programación), y creo que puedo decir que los niños también se han divertido y han aprendido conmigo. Y aun así… no me he sentido completa, porque creo que muchas cosas se podrían hacer mejor.
No voy a hablar del sueldo ni de todo el trabajo que hay detrás de las extraescolares, pero sí de la motivación de los chavales. Yo recuerdo ir emocionada a cualquier actividad extraescolar a la que me apuntasen, porque tenía ganas, porque era lo que quería hacer. Pero ahora todo eso ha cambiado… te encuentras a niños que ni siquiera quieren estar en ese lugar, que están apuntados sin siquiera saberlo, y aunque no es una mayoría, pero también te encuentras con padres que te exigen que su hijo aprenda lo que ellos creen que le vas a enseñar. Y toda esa presión, ese ambiente… está sobre los niños, niños que saben que sus familias les han apuntado porque no pueden ir antes a recogerles, niños que están desde las 8 a.m. hasta las 6 p.m. en el colegio y que a las horas que vas a intentar que se diviertan, están cansados y deseando volver a casa.
Para las familias y muchas empresas, las extraescolares siguen siendo como eran hace unos años, una extensión de los estudios que nos permitía desarrollarnos en aquello que nos gustaba: romperse el uniforme corriendo tras un balón, al año siguiente mancharlo de pintura, al siguiente cambiarlo por un kimono… probar todas aquellas cosas que nos gustaban, porque había tiempo para hacerlo. ¿Lo hay hoy en día? Los adultos corremos de un lado para otro sin parar y arrastramos a los niños en un ritmo de vida que no les deja tiempo para jugar ni divertirse ni reírse. Quizá sea hora de darles ese tiempo, porque lo que no están probando son las risas, llantos y sonrisas de las que nosotros disfrutamos, dentro y fuera del colegio; en clase, en una extraescolar, en el parque o en casa. Dejemos a los niños ser niños, ya tendrán tiempo de ser adultos.